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Capítulo IV: Defensa cromática
A estas alturas de la narración el amable lector estará pensando que mis historias son harto increíbles, mas no son ni la mitad de fantásticas que las acontecidas a mi lejano amigo Wo Sian. Sus epopeyas a través de la ruta de la seda deja insignificante cualquier peripecia mía. No pasa un lustro sin que nos veamos e intercambiemos experiencias al calor de la chimenea mientras degustamos ricas infusiones traídas de lugares que jamás nadie haya visitado.
Estando yo en cierta ocasión invitado por los turcos en sus campañas en el cercano Oriente, y habiendo transcurrido ocho inviernos desde que coincidimos por última vez;
y puesto que no tenía noticias de Wo, decidí indagar sobre su paradero, pues tenía cerca el lugar de paso de muchas caravanas, detenidas ahora por culpa de la ya cansina guerra. Así que, tras pedir permiso al sultán, doté a mis alforjas de provisiones, monté en mi lituano y tomé rumbo al este en busca de noticias suyas.
No había pasado las ocres tierras de Mesopotamia cuando encontré a un comerciante hindú que me habló de cierto personaje de color amarillo que rondaba los zocos de Bagdag; y en esa urbe lo encontré, rivalizando en delgadez con esos hilos largos que ellos llaman pasta, ese extraño camisón a modo de atuendo, y esa afilada barba mandarín, ofreciendo salazones y frutos secos a la bulliciosa clientela. Mas al divisarme, clausuró apresuradamente el puesto y nos fundimos en un cordial abrazo.
Ya en su tienda me contó que su ausencia se había debido al terrible asedio que había sufrido su país por parte de los mongoles. En una ofensiva bestial, llegaron a situarse a sólo un par de días de la mismísima Gran Muralla; la situación se tornó insostenible, y todo hombre con capacidad de sostener un garrote fue reclutado. Más Wo no tuvo que usarlo, pues tuvo la genialidad de idear un buen plan, y la suerte de ser escuchado por el mismísimo General en jefe.
La desesperación era tal que, tras oír el plan, los jerarcas militares accedieron sin contemplación y se pusieron manos a la obra: Mientras que un ejército de contención intentaba retrasar la llegada de los mongoles, el resto de hombre, las mujeres, los niños, y hasta los monjes, se dedicaron a decorar la Muralla. Al mediodía de la tercera jornada, los rastreadores enemigos divisaron la fortaleza, que lucía un telón confeccionado con todo tipo de prendas: kimonos, sábanas, cortinas, y hasta un par de banderas podían distinguirse.
Tras comprobar que las tropas que defendían la fortaleza eran escasas en número, el Intendente mongol ordenó el ataque de la caballería. Las flechas chinas apenas causaban bajas entre los jinetes, gracias a la velocidad y agilidad de sus pequeños caballos. Pronto pudieron observar la inmensidad de la muralla... Era la hora de alzar el telón: Al sonido del gong, una riada de aldeanos se acercó con presteza a las almenas y alzaron aquel improvisado envoltorio, dejando desnuda la pared exterior de la muralla, que se hallaba decorada con un tono oscuro, una especie de azulón, con una pizca de tonos pardos y verdosos.
Aunque parezca obra del maligno, la visión de aquel mural provocó en los caballos una gran fatiga, y su galopar se volvió trote. Los jinetes empezaron a derramar lágrimas, cual sargento de cocina pelando cebollas, y algunos de ellos sintieron la necesidad de darse la vuelta. Otros se bajaron y rindieron, y muchos más cayeron acribillados bajo las flechas de los arqueros chinos. En unos minutos el terrible ejército mongol había quedado aplastado y se batía en retirada. Frente a la muralla, junto a los muertos, decenas de soldados aullaban en su inesperada locura.
¿Qué extraña causa había causado la depresión de hombres y animales? Wo había aprendido en su juventud las artes de la cromoterapia, es decir, la habilidad de curar según la influencia que los colores ejercen sobre las personas. Así, conocía que los colores cálidos generan vigor, levanta el ánimo y renuevan la energía interna. Sin embargo, los fríos apaciguan el ser, buscan la paz dentro de nuestro cuerpo. Haciendo experimentos su maestro encontró un color tan desconcertante que le provoco la depresión y la locura, lo que le hizo abandonar las artes. Sólo tuvo que recordar dicha mixtura y aplicarla en un lugar bien visible... ¡y qué mejor que la misma muralla!
Aunque la victoria facilitó el armisticio, aún quedaba el problema de eliminar la pintura de las murallas. La mera fuerza de las lluvias no lo conseguirían, así que tuvieron que trabajar durante las noches, cuando la sensación del color disminuye, y aún así, muchos obreros necesitaron de tratamiento médico. La zona se cercó para que no quedara afectado viajante alguno, mas los animales del lugar no pudieron evitar quedar damnificados. Cuentan que una vez vieron un pájaro ladrar y rascarse como un chucho, mientras dos pandas bailaban al son de la música que ejecutaban varias serpientes. Por un tiempo, se conoció aquel paraje como la vereda de los locos, pero esa..., esa es otra historia.
2002-11-08 13:04 | 6 Comentarios | Imprimir
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Comentarios
1
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De: Rigel |
Fecha: 2002-11-16 00:56 |
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Si "degustamos ricas infusiones traídas de lugares que jamás nadie haya visitado", ¿quién narices las habrá traído?. Y cuidado con las infusiones de origen desconocido...las carga el diablo.;-)
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De: El barón |
Fecha: 2002-11-17 19:00 |
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De todas las burradas dichas durante todo este tiempo... ésa es la más "lógica" ;-)
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De: Anónimo |
Fecha: 2005-11-02 18:34 |
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No me gusto el el cuento creo que le falta mucho sentido
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