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Capítulo X: Jabugoterapia
Los prohombres de mi alcurnia solemos llevar algo más que un equipaje cuando viajamos: portamos nuestra fama puesto que la visita debe quedar impregnada de forma que nuestra ausencia quede patente en cada una de las postreras conversaciones. Por ejemplo, además de mis dotes de gran amante es costumbre entre las mujeres de la corte comentar lo recio y sano que mantengo mi cuerpo a pesar de mi ya entrada edad. Y pese a que las mejores medicinas desde Lusitania a Cipango han realizado un beneficioso trabajo sobre mis entrañas, recibiendo las más rocambolescas curas con agujas, flores, rituales o incluso boñigas, fue en la noble sierra del suroeste español donde mi cuerpo se curtió y tomó el aspecto que ahora disfruto.
La anemia me había acompañado durante las largas campañas contra los turcos hasta el punto que mi ombligo se marcaba sobre mi espalda, de modo que presionando sobre éste me salía una joroba. Los infieles tenían costumbre de arrasar con todo lo comestible en su retirada, y en tanta tierra quemada era difícil encontrar siquiera unas raíces con qué alimentarnos. Al finalizar la guerra, el Emperador, en señal de agradecimiento por el importantísimo papel que jugué en la victoria, me mandó sus mejores médicos: Unos aberrantes matasanos acostumbrado a las sangrías y purgas que debían hacer cada dos por tres a los atiborrados nobles de la corte. Mas yo necesitaba todo lo contrario, llenar mi alma de la esencia del alimento.
Diego Vergara, enviado del rey de España que pululaba por aquellos entonces en la corte, al verme tan escuálido se me acercó y me recomendó visitar la comarca de Jabugo, en su país. Según las maravillas que contaba los lugareños de la zona criaban los cerdos con tal maestría que hasta su sombra se tornaba beneficiosa. Tan bien me lo puso que inmediatamente llamé a mis criados para que me prepararan el carruaje con lo mínimo para viajar, pues veía que mi estómago empezaba a devorarme a mí mismo a falta de cualquier otro alimento y al matasanos buscándome con un barreño para otra sangría. Tal era la situación que tuve que escapar por la ventana, de un salto, hacia la cabalgadura y, pese a los tres pisos de altura, mi delgadez extrema me hizo bajar tan suave como una hoja en otoño y posarme delicadamente sobre la montura.
Durante tres días y tres noches viajé sin parada alguna, mas la agonía de mi estómago era tal que para su consuelo iba dando bocados a la carroza: ora las cortinas, ora el techo, ora el asiento. Pasados los pirineos había dejado tan desarmado el vehículo que sólo le quedaban las ruedas, así que empecé por las traseras, y llegando a Toledo di por finalizada la última, quedando a lomos de un corcel del que no se libró de algún que otro bocado en su apetitosa grupa. Tuvo suerte el animal de llegar pronto a una posada desde donde se escapaba un apetitoso olor a sangre cocinada. Entré dándole pellizcos a las puertas, de las que me eché a la boca algunas astillas, y echando a unos labriegos de su mesa obligué al pobre posadero a atenderme a punta de pistola.
Pronto mi mesa se vio repleta de ricas morcillas, jugosos chorizos, lomo, salchichón y ese capricho de los dioses llamado jamón serrano. Mi estómago no se lo creía, pero la joroba se me fue reduciendo hasta tal punto que tomó el efecto inverso, pronunciando la barriga hasta tal punto que me quedé apenas sin agujero del ombligo. Había vencido una batalla a mi desasistido apetito, pero no la guerra que duró no menos de tres meses; y durante ese tiempo fenecieron cientos de patas de jamón hasta tal punto que agoté todas las existencias de la región, pues me consta que la última que comí no era cerdo, sino cualquier otra bestezuela curada para saciar mi apetito. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que estaba sanado y que podía regresar a la corte... a hacerme una ahora necesaria sangría.
Fueron tales las excelencias que la jabugoterapia habían plasmado en mí que pronto todos en la corte quisieron saber de sus secretos. Mas como sé que el rico manjar es limitado, y no hay jamón para todos, no suelo revelar el misterio. Incluso doy gracias a dios por hacer que los mahometanos aborrezcan el cochino, y que los chinos confíen en la acupuntura infinitamente menos efectiva-. Es más, fue tal mi avaricia que imaginé falsos remedios que iba contando a diestro y siniestro. Sin embargo, mi mentira no cayó en saco roto, y un espabilado se atiborró de ganar dinero con un estúpido invento salido de mi enfermiza imaginación: El condenado hace creer a la gente que el agua puede retener en su esencia las cualidades de objetos disueltos en cantidades irrisorias. Creo que le llamó Homeopatía, a diferencia del acuarrecuerdoterapia, título que improvisé mientras se lo contaba. Yo el único recuerdo en el que creo, es en la pata negra.
2003-10-03 19:25 | 10 Comentarios | Imprimir
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Comentarios
1
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De: jlcg |
Fecha: 2003-10-06 23:57 |
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como experto en teruelterapia (que también existe) debo recomendar a vuecencia que alterne la carne oscura con grasa inflitrada de tan oscuro porcino con lo que fueran bamboleantes caderas de los otrora gorrinos sonrosados de las tierras turolensicas.
Lo dicho disfrute del disfrute y sobre todo, mastique bien antes de comer.
Un lujo, el jabugo que supone la prosaica prosa de su pluma :-P
Salutem pluribus
jl
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2
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De: Gonzalo |
Fecha: 2003-10-12 20:52 |
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Saludos Barón. Gracias a la buena de Daurmith he dado con sus textos.
Le ruego siga deleitándonos con sus andanzas.
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De: Tesuka |
Fecha: 2003-12-10 00:28 |
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Jabugoterapia, ummm creo que esta sí la probaré.
Su blog ha sido un agradable descubrimiento. Tendré que volver de visita.
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De: Addu |
Fecha: 2019-04-25 08:37 |
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