Alerta apariciones marianas 25-Junio
¡Rayos y truenos! ¡Gárgolas y grifos! Hay noticias que le dejan a uno la carne de la textura de un pollo desplumado y el alma tal que el arrebato de una guindilla. Estaba en Palacio en mi habitual ofrenda de tokay – que tengo a bien traer del este en mis innumerables viajes – cuando se ha presentado de improviso un correo urgente del Vaticano requiriendo mi sabio consejo. Como saben que no puedo negarme, me he puesto en contacto directamente con el secretario personal del Papa, quien me trasladó su pesar por las cristianas almas españolas.
Pese a que me parecía exagerada tanta preocupación, pues de todos es conocida la tremenda reserva espiritual de la Piel de Toro, pronto caí en la cuenta del grave peligro que corre toda esta nación amiga: La Fe de los hispanos se debilita, los han eliminado de la Eurocopa a las primeras de cambio, y se entregan licenciosos a adorar a dorados becerros, de forma que han programado una alerta OVNI para invocar a seres extraterrestres el próximo veinticinco de este mes.
¡Descabellada locura pardiez! Todos sabemos que los reyes de la Luna no tienen tiempo para acercarse a la tierra con sus constantes correterías. Tampoco podrían venir los venusianos, que andan de elecciones generales, ni los marcianos, con sus constantes guerras. De Júpiter podría venir alguien, pero su pereza es tal que no llegarían ni en veinte lustros. ¡Qué estúpida mente puede pensar que los extraterrestres quieran venir a este bárbaro planeta! El ingenio español está en sus peores momentos desde el desastre de Annual.
Partiendo de mi sabio consejo no vamos a desperdiciar la noche: Esa noche no buscaremos quincallas voladoras, sino que esperaremos a que la mismísima Virgen María se aparezca, que es una noble y santa tradición en esta región. Estas influencias yanquis no pueden avasallar las viejas y bonitas costumbres: Junto a un olivo, en una caverna, o en un erial, la madre de dios tiene que aparecerse a los españoles para que el sacrificio de la eliminación de la Eurocopa sirva de redención a las perdidas almas que adoran al hereje – y añadiría que truhán - Kerjiménez. ¿Cómo reconocer a la Virgen? ¡Abra su mente, por dios bendito!
2004-06-20 01:00 | 21 Comentarios | Imprimir
Capítulo X: Jabugoterapia
Los prohombres de mi alcurnia solemos llevar algo más que un equipaje cuando viajamos: portamos nuestra fama puesto que la visita debe quedar impregnada de forma que nuestra ausencia quede patente en cada una de las postreras conversaciones. Por ejemplo, además de mis dotes de gran amante es costumbre entre las mujeres de la corte comentar lo recio y sano que mantengo mi cuerpo a pesar de mi ya entrada edad. Y pese a que las mejores medicinas desde Lusitania a Cipango han realizado un beneficioso trabajo sobre mis entrañas, recibiendo las más rocambolescas curas con agujas, flores, rituales o incluso boñigas, fue en la noble sierra del suroeste español donde mi cuerpo se curtió y tomó el aspecto que ahora disfruto.
La anemia me había acompañado durante las largas campañas contra los turcos hasta el punto que mi ombligo se marcaba sobre mi espalda, de modo que presionando sobre éste me salía una joroba. Los infieles tenían costumbre de arrasar con todo lo comestible en su retirada, y en tanta tierra quemada era difícil encontrar siquiera unas raíces con qué alimentarnos. Al finalizar la guerra, el Emperador, en señal de agradecimiento por el importantísimo papel que jugué en la victoria, me mandó sus mejores médicos: Unos aberrantes matasanos acostumbrado a las sangrías y purgas que debían hacer cada dos por tres a los atiborrados nobles de la corte. Mas yo necesitaba todo lo contrario, llenar mi alma de la esencia del alimento.
Diego Vergara, enviado del rey de España que pululaba por aquellos entonces en la corte, al verme tan escuálido se me acercó y me recomendó visitar la comarca de Jabugo, en su país. Según las maravillas que contaba los lugareños de la zona criaban los cerdos con tal maestría que hasta su sombra se tornaba beneficiosa. Tan bien me lo puso que inmediatamente llamé a mis criados para que me prepararan el carruaje con lo mínimo para viajar, pues veía que mi estómago empezaba a devorarme a mí mismo a falta de cualquier otro alimento y al matasanos buscándome con un barreño para otra sangría. Tal era la situación que tuve que escapar por la ventana, de un salto, hacia la cabalgadura y, pese a los tres pisos de altura, mi delgadez extrema me hizo bajar tan suave como una hoja en otoño y posarme delicadamente sobre la montura.
Durante tres días y tres noches viajé sin parada alguna, mas la agonía de mi estómago era tal que para su consuelo iba dando bocados a la carroza: ora las cortinas, ora el techo, ora el asiento. Pasados los pirineos había dejado tan desarmado el vehículo que sólo le quedaban las ruedas, así que empecé por las traseras, y llegando a Toledo di por finalizada la última, quedando a lomos de un corcel del que no se libró de algún que otro bocado en su apetitosa grupa. Tuvo suerte el animal de llegar pronto a una posada desde donde se escapaba un apetitoso olor a sangre cocinada. Entré dándole pellizcos a las puertas, de las que me eché a la boca algunas astillas, y echando a unos labriegos de su mesa obligué al pobre posadero a atenderme a punta de pistola.
Pronto mi mesa se vio repleta de ricas morcillas, jugosos chorizos, lomo, salchichón y ese capricho de los dioses llamado jamón serrano. Mi estómago no se lo creía, pero la joroba se me fue reduciendo hasta tal punto que tomó el efecto inverso, pronunciando la barriga hasta tal punto que me quedé apenas sin agujero del ombligo. Había vencido una batalla a mi desasistido apetito, pero no la guerra que duró no menos de tres meses; y durante ese tiempo fenecieron cientos de patas de jamón hasta tal punto que agoté todas las existencias de la región, pues me consta que la última que comí no era cerdo, sino cualquier otra bestezuela curada para saciar mi apetito. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que estaba sanado y que podía regresar a la corte... a hacerme una ahora necesaria sangría.
Fueron tales las excelencias que la jabugoterapia habían plasmado en mí que pronto todos en la corte quisieron saber de sus secretos. Mas como sé que el rico manjar es limitado, y no hay jamón para todos, no suelo revelar el misterio. Incluso doy gracias a dios por hacer que los mahometanos aborrezcan el cochino, y que los chinos confíen en la acupuntura infinitamente menos efectiva-. Es más, fue tal mi avaricia que imaginé falsos remedios que iba contando a diestro y siniestro. Sin embargo, mi mentira no cayó en saco roto, y un espabilado se atiborró de ganar dinero con un estúpido invento salido de mi enfermiza imaginación: El condenado hace creer a la gente que el agua puede retener en su esencia las cualidades de objetos disueltos en cantidades irrisorias. Creo que le llamó Homeopatía, a diferencia del acuarrecuerdoterapia, título que improvisé mientras se lo contaba. Yo el único recuerdo en el que creo, es en la pata negra.
2003-10-03 19:25 | 10 Comentarios | Imprimir
Capítulo IX: reacción en cadena
Quien sigue mis andanzas conoce la naturaleza salvaje de la joya de mis posesiones: mi lituano. Este corcel, ágil, veloz y fiel como ninguno me acompaña allá donde voy sacándome de innumerables aprietos. Hablando de apreturas, me viene a la cabeza una anécdota de hace unos años. Recuerdo que era época de celo y el equino se escapó de mis tierras porque, también hay que decirlo, tiene la gallardía y masculinidad de quien lo monta. Pero el muy gañán sólo tiene ojos para su amada, una preciosa yegua parda de su país de origen por la que es capaz de recorrer miles de yardas sin pestañear.
En una de sus fugas se las ingenió para cocear con tal ansiedad la cuadra que prácticamente la desarmó, dejando libre toda mi valiosísima caballeriza. Así que me vi forzado a seguir sus huellas montado en un jamelgo tan esmirriado que ni el mismísimo quijote hubiera podido lucirlo. Su ayuda sólo me duró un par de pueblos, y desde el improvisado nicho que tuve que procurarle decidí hacer el camino caminando, haciendo gala de mis estupendas extremidades. Estuve tanto tiempo sobre las botas que perdí el rumbo y me pasé de mi destino. Pasaban diecisiete lunas sin ver a nadie ni comer más que heladas raíces cuando me recogieron unos hospitalarios leñadores de la siberiana localidad de Tugunska.
El hambre que traía era aún más desmesurada que el cansancio, y en un santiamén acabé un plato de delicioso potaje de alubias que habían cocinado por cada uno de los días que había estado perdido por los bosques. Y con la panza como un bombo me dispuse a dormir plácidamente en unos cajones de paja que había improvisado a modo de cama. No pasaron ni tres horas cuando todo aquel engrudo empezó a fermentar de modo que, antes que mi esfínter lo apercibiera, salió de mí toda una explosión de humos fecales que me hizo despegar violentamente alcanzando en unos segundos la más débil de las capas de la atmósfera. Era tal la velocidad que estaba adquiriendo que tuve que asirme a uno de los anillos de Saturno para frenar. Cuando me detuve, bajé suavemente con mi capa como paracaídas.
Al entrar en contacto con la atmósfera pude darme cuenta del desolador paisaje: la cabaña había desaparecido, y en su lugar y en el lugar de todo un bosque - quedaba un enorme surco, como si un gigantesco pedrusco hubiera caído aniquilándolo todo. A ambas laderas del socavón la vida había quedado aniquilada por la peste generada por el tremendo pedo. El tufo se quedó impregnado durante tanto tiempo que los guerreros eslavos recolectaron durante años las hojas de los árboles para fabricar balas de aromaterapia inversa, una disciplina oscura y prohibida que, al contrario de curar por olores como lo hace la aromaterapia tradicional, provoca a quien lo inhala terribles enfermedades.
Antes que mi situación fuera localizable desde abajo, y aprovechando el desconcierto que mis intestinos habían provocado, puse rumbo a casa, planeando como un águila, con la suerte de poder divisar a mi lituano montando a su amada unas horas después. Yo no soy hombre de intromisiones, pero dada la situación preferí caer sobre los lomos del animal y esperar a que finalizara tan romántico ritual por cierto, mi semental es como yo y no se va del lecho hasta que la dama suplique entre gimoteos de placer que finalice el cortejo -. Al llegar a casa, mi mayordomo me tenía preparado un suculento caldo de... alubias, al que tuve que decir que no plantándole el plato a modo de sombrero sin que el desdichado se percatara del motivo de mi enfado. ¡Ya tenía bastantes destrozos en la cuadra como para provocar toda una reacción en cadena!
2003-07-29 03:48 | 6 Comentarios | Imprimir
Capítulo VIII: Sudando el sudario
La noble estirpe de los Münchhausen hemos escrito la Historia con mayúsculas de Europa desde el mismo momento en que las espadas decidían tanto como ahora la pólvora. Sin ir más lejos mi tío abuelo Ludwig fue el verdadero inventor de la imprenta, que el descastado Gutenberg ganó en una desgraciada timba de poker; los amoríos de mi santa tatarabuela Ingrid provocó el cisma de occidente, por mucho que quisieron luego maquillarlo como asunto religioso. Y el desgraciado consejo de Gunter Von Münchhausen llevó a toda la armada invencible española a pique. Sin embargo, hoy voy a relatar las curiosas peripecias de la rama podada de la familia, el único que ha manchado nuestro nombre y cuya vergüenza debemos guardar en secreto: el Barón Ernst Cornellius Von Münchhausen.
No era más alto que una higuera que empieza a florecer cuando Ernst ya despuntaba dotes de delincuente falsificando los documentos de su padre, inquisidor de la comarca, para que su maestro de laúd fuera a la hoguera por brujería. Y gastó la poca y agria leche que le quedaban en sus muelas en llenar de harina los tubos del órgano de la parroquia, de modo que tras la humareda formada al interpretar un salmo, apareció vestido de ángel promulgando improperios a la feligresía. Así que su padre aprovechó las primeras de cambio para enrolarlo en la primera armada que llegase, y fue durante su periodo en milicias cuando el pueblo gozó de una paz y prosperidad a la que habían ya renunciado.
Siempre hay un armisticio que permita regresar a las tropas a casa, y la noticia de la vuelta de Ernst se conocía trescientos kilómetros antes de llegar, como un mal augurio. Sin embargo, su larga cabellera y su poblada barba ocultaban toda señal de aquel bribonzuelo. Su mala reputación había sido borrada de un plumazo, y tal era su estrenada nobleza que fue invitado por Godofredo de Charny, un caballero francés, a pasar unos días en su villa. Allí se encargaría de la coordinación de la restauración de la iglesia de Lirey, deteriorada por el tiempo. El caballero necesitaba un hombre de confianza que guardara la capilla mientras se hacían las necesarias obras.
Corría el viento en el frío templo, desprovisto de los ventanales que habían sido enviados para su reparación, en una oscurísima noche, cuando la curiosidad y la necesidad de calor llevó a Ernst a hurgar por entre la sacristía. Allí encontró una botella de buen coñac, que empezó en sus labios y terminó entera en su vacío estómago. Pronto hizo efecto el alcohol, y comenzó a ver doble y andar como una oca que fuera a poner un huevo. De un tropiezo tiró una estatuilla de San Lucas, que se hizo añicos; mas al intentar recoger los trozos fue a parar al cubo de betún que cuidadosamente habían apartado y señalizado los mozos, cubriéndose entero del negro elemento.
Beodo y tintado, encontró en la sacristía un viejo lienzo que se usaba para cubrir las imágenes en invierno, cuando las nevadas impiden acercarse a la iglesia, y cubrió con él su cuerpo. Con esta acción pudo eliminar el suficiente tizne como para poder llegar al río y terminar de limpiarse allí. A la vuelta, ya fresco con el chapuzón, limpió todo y se tumbó tranquilo, pues sabía que no aparecería nadie por allí hasta no menos de cinco jornadas. Y así fue, pues a la sexta llegó el caballero Godofredo que, curioseando, encontró la tiznada tela, de la que enseguida creyó ver estampado el rostro del mismísimo Jesucristo, cuando en realidad era la del borrachuzo Ernst.
El asombro del caballero, que ni siquiera dio cuenta de la desaparición de la valiosa estatuilla, fue puente de plata para mi antepasado, que no dudó en echarse las flores del descubrimiento. Es más, se lo donó “gentilmente” al vanidoso caballero, que expuso como la verdadera Sindone ante toda la jerarquía clerical. La falsa reliquia suscitó las envidias y conspiraciones suficientes para que pronto fuera confiscada por los Saboya y llevada a la mismísima catedral de Turín. Ahora es objeto de culto, y los Münchhausen, que prometimos no revelar la verdad para que semejante despropósito no manchara aún más nuestro nombre, nos vemos obligados a fastidiar todo intento de probar que la sábana es falsa. ¿O acaso el lector no haría lo mismo para salvar su honor?
2003-05-08 00:02 | 3 Comentarios | Imprimir
Capítulo VII: La Atlántida se encuentra en Alcorcón
Quien me conoce gusta de mis historias porque sabe que en ellas hay una fidelidad a los hechos y una veracidad que pocos narradores muestran. Para contar hechos interesantes, uno no necesita de la fantasía que los aburridos marinos usan para distraer a la muchedumbre mientras sus compinches les sisan la bolsa. Por su culpa, no sólo hay más de una alcancía vacía, sino que se han generado enormes bulos que han ido pasando de padres a hijos sin desmentido ninguno. Por ello, la nobleza me obliga a dar una estocada a los pufos con el florete de la verdad.
Es la civilización perdida de la Atlántida uno de los enigmas favoritos de los citados malandrines. Su ubicación, historia y declive han sido objeto de horas y horas de charlas de cotorras que la han situado en lugares tan remotos como Cipango, Eritrea o la misma Gibraltar. Sin embargo, los Atlantes vivieron mucho más cerca, en la vecina España. Concretamente en los campos que circundan el suroeste de la actual capital del reino, Madrid. Tan sorprendente afirmación me ha costado horas y horas de estudio que han dejado mis posaderas aún peor que cuando cabalgué durante diecisiete días con sus diecisiete noches bordeando los urales.
En un error de traducción el vocablo “Atlántida” fue traducida por “isla de Atlas”, cuando debió llamarse “paraíso de Atlas”. Luego, los árabes la renombraron como “Al-Corán”, pues sobre el sagrado libro se sustenta su religión de la misma forma que el gigante sostenía la tierra en el mito griego. Con el tiempo, la voz evolucionó a la actual Alcorcón, situada al sur de Madrid. Aún no se sabe las causas de la tragedia que hizo sucumbir a este pueblo, pero sí que podemos situar algunos de los supervivientes en la cercana Vallecas, de ahí lo difícil que es para el resto de los hispanos entender la jerga, costumbres y modo de vida vallecanos.
Las costumbres atlantes siguen vivas en muchos de los rincones del centro de la península ibérica. Su baile, el chotis, viene de la voz egipcia “kiotis” que significa “arrimarse a los dioses” en un dialecto extraño del bajo Nilo, y todavía conserva la costumbre de, cuanto más se arrima uno a su pareja, más cerca estará de las divinidades de la fecundidad. Otra palabra común, “chulapo”, viene a nombrar a los “kulu atos”, cocineros que preparaban los “ciurros” y “peorràs” - churros y porras, delicias de la repostería de la zona –. Según versa un tomo apócrifo de la extinta biblioteca de Alejandría, los talantes pudieron morir de un empacho de churros en mal estado o envenenados por algún pueblo rival.
No quiero abrumar al pobre lector con mi sapiencia, y creo que ya basta por hoy. En una próxima ocasión puedo explicar la verdadera procedencia de la zarzuela, y en particular de la milenaria letra de “gigantes y cabezudos”; que no todo va a ser batallas, cacerías y grandes aventuras.
2003-04-29 20:15 | 6 Comentarios | Imprimir
Capítulo VI: Cómo acabar con una invasión alienígena
Son los extraterrestres seres inteligentes e imprevisibles. Sus soldados son fríos y obedientes, como la misma guardia del terrible Khan, y sus máquinas de asedio superan con creces la mejor de la armada. Sin embargo, no son invencibles, y a fe mía que una vez derrotamos la mayor ola invasora que jamás hubo recibido el viejo planeta. Este humilde saco de huesos no solo estuvo allí para verlo sino que fui el principal incordio de esas lagartijas con tiña que vienen de a saber qué infernal mundo. Un heroico acto que me valió fortunas que doné al pueblo y guapas mozas que... ¡ejem! Centrémonos en la historia.
Me encontraba en Normandía, invitado por el conde de Pontiere a una de sus mediocres cacerías en misión de enviado del Emperador. Su majestad había confiado en mí para llevar al rey de Inglaterra sus saludos, y esa era la mejor parada antes de embarcar a las hoscas islas. Estaba a punto de cazar un conejo más grande que dos de mis galgos cuando oí el grito de auxilio de una dama en apuros. Mi cerúlea sangre me invitó a abandonar tan preciado trofeo para acudir en su defensa y cambié la dirección hacia un centenal que bordeaba el coto. Al llegar, la campesina, que no dama, miraba horrorizada sus cultivos con el mismo pavor que me daba la verruga que adornaba su prominente nariz.
La bruja podría pasar por bestezuela en una feria de ganado, pero seguía siendo del débil y opuesto género, por lo que mi galantería no podía sucumbir a mis arcadas – y así salir del apuro por perder tan suculento conejo -. Frente a ella se situaba un extraño ser alto y enjuto, de verdosa piel, que al principio tomé como su marido, pues su fealdad estaba acorde la de su pareja. El supuesto señor había sido pillado in fraganti haciendo unos extraños círculos sobre el cereal, y se disponía a usar una especie de arcabuz para enanos cuando mi criado atinó a descerrajarle la tapa de los sesos con un disparo de su mosquetón.
Al anochecer mis anfitriones organizaron un banquete en mi honor a la luz de la luna. Entre copa y copa de buen vino francés – el preciado elemento es una de las pocas razones por las que Dios creó a los gabachos – yo contaba mi última hazaña cuando el doctor Ives, astrónomo aficionado, nos alertó de una extraña constelación cerca del boyero. Mas aquello no eran estrellas sino toda una flota de naves extraterrestres que se disponían a asaltar la tierra en no más de un día de camino. Mientras un emisario partía para avisar a su rey, yo salí presto en globo para pedir consejo a otro monarca: el rey de la Luna.
Mi visita al reino selenita no pudo ser más frustrante, pues pocas esperanzas me dio el regente de victoria. Pero al descender a la Tierra pude ver en toda su magnitud los círculos que el ahora descerebrado alienígena hizo en el centeno y me di cuenta que era una señal de aviso a sus tropas. Mis dotes en criptografía – no he contado todavía que fui yo quien desveló los secretos de la piedra Roseta, conocimientos que tuve que donar al pobre Champollion para que Napoleón no le cortara la cabeza – me ayudaron a descifrar el mensaje, y todo su vocabulario. De repente mi inspiración volvió a brillar y convoqué al gabinete de crisis para llevar a cabo un ingenioso plan.
Los círculos formaban una especie de hoz, que significaba “aterrizar aquí, fácil invasión”, pero con la ayuda de unos troncos le añadí unos círculos más, a modo de guadaña, que decía “Seguid hacia arriba, y posaos sobre la superficie azul”. La desorientada y obediente flota fue a parar al encabritado océano que andaba con el estómago revuelto, y las naves fueron una tras otra fueron engullidas por las olas. Parece ser que estos bárbaros no conocían el agua, ni creo que después de esta experiencia la vayan a adorar quienes quedaron en su planeta, pues bicho que no falleció ahogado murió estrellado contra las rocas de los acantilados del estrecho. Dicen las malas lenguas que un superviviente llegó a costas inglesas y se instaló allí, propagando su horrible cocina por toda la región, pero todos sabemos que son habladurías, puesto que los únicos culpables de sus platos son los propios británicos.
2003-04-28 17:47 | 5 Comentarios | Imprimir
Capítulo V: Donde reside la suerte
Si algo añoraba cuando estuve bajo la tutela de los turcos era la lluvia, y con ella las conversaciones junto a la chimenea amenizadas con vino alsaciano y música de truenos. Así que, a la primera ocasión que tuve tras mi regreso a Europa, decidí llamar a buenos contertulios capaces de tener una conversación sin aullar ni dar dolores de cabeza. Elegirlos fue tarea complicada, pues a la criba intelectual tenía que aplicarle el tamiz geográfico; mas una buena cena siempre es estupendo cebo para tan preciadas piezas.
Conseguí convencer a Charles Degnosa, un curioso personaje que siempre afirma que es conde, aunque nunca supe qué es lo que guarda; su teoría sobre los archivos secretos de los tercios de Flandes, según la cual los extraterrestres ayudaron a los flamencos en más de una batalla, es cuanto menos pintoresca. Como lo son los monstruos que el marino Sir Scott Farms se encuentra en sus travesías y tiene a bien relatarnos en sus arribadas. Aunque las más fabulosas disertaciones vienen de la mano de Karl Bayard y Habibi Sierna, que suelen agotar todo el "timepo" disponible defendiendo los más extravagantes argumentos.
Así que una fría noche de noviembre los agrupé alrededor de la mesa. Los atiborré de un jugoso lechón al horno regado con chispeante vino para cerciorarme que sus estómagos estuvieran lo suficientemente llenos como para no levantarse, y sus mentes lúcidas para la postrera conversación. Después del pudín de membrillo con el que nos deleitó mi cocinero húngaro, pasamos al salón a tomar un digestivo anís de camomilas junto a una generosa lumbre. Es costumbre empezar con un tema sobre mujeres, y obligado era referir a la nueva sirvienta de la condesa de Lyon, que estaba revolucionando a toda la nobleza con sus irresistibles encantos.
Tras pasar lista a las mozas y damas más sugerentes de la corte, el señor Bayard - cuya cama rara vez es visitada por ellas, según las malas lenguas - sacó a colación el tema de la suerte, y de la variedad de castigos que ocurren cuando el mal fario te sorprende. Farms argumentaba que en distintas urbes daban distintas condenas por ver cruzar un gato, pasar bajo una escalera, o romper un espejo. Y Degnosa, muy embravecido, alegaba que unos y otros mentían. Tras paladear el último sorbo de mi licor, lancé una pregunta al aire: ¿Qué divinidad, criatura, personajillo o mecanismo se encargaba de anotar y ejecutar nuestra condena de momentos de mala suerte?
Habibi defendía la tesis de que eran traviesas criaturas encantadas las que hacían de nuestra mala fortuna un juego, mientras que Degnosa y Farms achacaban su causalidad a los mismísimos pobladores del infierno. Bayard, sin embargo mostraba un falso escepticismo que, en realidad, dejaba en evidencia sus carencias de conocimiento en el tema. Puesto que la discusión alcanzaba altas cotas de irracionalidad, decidí realizar un experimento para poner a prueba por mí mismo dichas teorías. Ante la atónita mirada de mis contertulios requerí la presencia de mi criado para pedir una escalera, unos espejos viejos que estaban abandonados en el desván, y un saco de sal que reservaba para las nevadas.
Dispuse la escalera a modo de hipotenusa con la pared y el suelo, y enfrente dejé los espejos, junto al saco de sal. Concentrado, con las lunas delante, comencé a caminar rítmicamente hacia delante y hacia atrás por las escaleras, acumulando, según la superstición, años y años de mal fario. Conforme iba pasando el tiempo aceleré el oscilante movimiento hasta alcanzar un ritmo infernal. Cuando había alcanzado mi frecuencia máxima, saqué de mi bolsillo unos pedruscos que arrojé contra aquellos espejos, haciéndolos añicos. Mis invitados no podían creer lo que veían, pero aún quedaba lo mejor.
Adapté el estresante movimiento a la posición del saco, cogiendo al pasar por el mismo puñados de sal, que luego arrojaba al azar unas veces adelante, y otras hacia atrás. Cuando ya llevaba medio saco derramado por mi preciosa solería, y yo estaba ya jadeante y a punto de parar, ocurrió lo que yo esperaba: De una repentina nube de humo con mucho olor a azufre salió un personajillo no más grande que una herradura con signos de agotamiento extremo. Antes de que cayera al suelo lo ensarté con un abrecartas y suavemente lo deposité sobre un cenicero. Mientras esperábamos a que la criatura despertara y recuperara el habla, expuse los detalles de mi experimento.
Puesto que ciertas acciones producen mala suerte, algo o alguien habrá de tomar nota de ellas para que no caigan en saco roto. Mi idea fue la de bloquear dicho ente, saturándola de información, y llevarlo a condiciones extremas a ver cómo respondía. Como esperaba, al realizar tantos actos de mala y buena suerte, la criaturita se había visto desbordada de trabajo, y lo más normal era que cayera extenuada. Farms no salía de su asombro, mientras Habibi y Bayard volvían a enzarzarse en nuevas discusiones, ahora sobre la naturaleza del extraño ser; y Degnosa intentaba reanimarlo dándole un poco de aquel anisete.
Calmados ya, la criatura nos contó que era un escriba del diablo a tiempo parcial, pues con el aumento de la población, las criaturas del maligno trabajaban a todo trapo. La pobre llevaba mucho estrés acumulado, y mis triquiñuelas habían colmado sus fuerzas. Como no podía ser de otra forma, la invité a comer del tierno lechón que había sobrado y a beber del rico vino. Tras su particular comilona - que a mí no me hubiera servido para tapar la caries de una muela - estuvo contándonos cuánto la explotaban en el infierno, y que pensaba dejarlo e irse a trabajar a un bosque encantado, pero que con la masiva tala de árboles para la construcción de barcos, cada vez era más difícil.
Al terminar la velada, acordamos repetir la reunión. Bayard y Habibi se fueron en la misma carroza discutiendo cabezonamente, Degnosa partió a caballo, y Farms se quedó en la habitación de invitados, pues su barco tardaría aún dos días en zarpar . La criatura se fue agradecida por el buen trato, y me prometió eliminar todo el registro de adversidades que había computado en mi experimento... Aunque creo que muy bien no lo hizo, porque llevo bastante tiempo sin que las mujeres me hagan caso. ¿Será mala suerte o la causa última es mi galopante halitosis? Sí amable lector... Esa es otra historia que otro día contaré.
2002-11-22 12:59 | 85 Comentarios | Imprimir
Capítulo IV: Defensa cromática
A estas alturas de la narración el amable lector estará pensando que mis historias son harto increíbles, mas no son ni la mitad de fantásticas que las acontecidas a mi lejano amigo Wo Sian. Sus epopeyas a través de la ruta de la seda deja insignificante cualquier peripecia mía. No pasa un lustro sin que nos veamos e intercambiemos experiencias al calor de la chimenea mientras degustamos ricas infusiones traídas de lugares que jamás nadie haya visitado.
Estando yo en cierta ocasión invitado por los turcos en sus campañas en el cercano Oriente, y habiendo transcurrido ocho inviernos desde que coincidimos por última vez;
y puesto que no tenía noticias de Wo, decidí indagar sobre su paradero, pues tenía cerca el lugar de paso de muchas caravanas, detenidas ahora por culpa de la ya cansina guerra. Así que, tras pedir permiso al sultán, doté a mis alforjas de provisiones, monté en mi lituano y tomé rumbo al este en busca de noticias suyas.
No había pasado las ocres tierras de Mesopotamia cuando encontré a un comerciante hindú que me habló de cierto personaje de color amarillo que rondaba los zocos de Bagdag; y en esa urbe lo encontré, rivalizando en delgadez con esos hilos largos que ellos llaman pasta, ese extraño camisón a modo de atuendo, y esa afilada barba mandarín, ofreciendo salazones y frutos secos a la bulliciosa clientela. Mas al divisarme, clausuró apresuradamente el puesto y nos fundimos en un cordial abrazo.
Ya en su tienda me contó que su ausencia se había debido al terrible asedio que había sufrido su país por parte de los mongoles. En una ofensiva bestial, llegaron a situarse a sólo un par de días de la mismísima Gran Muralla; la situación se tornó insostenible, y todo hombre con capacidad de sostener un garrote fue reclutado. Más Wo no tuvo que usarlo, pues tuvo la genialidad de idear un buen plan, y la suerte de ser escuchado por el mismísimo General en jefe.
La desesperación era tal que, tras oír el plan, los jerarcas militares accedieron sin contemplación y se pusieron manos a la obra: Mientras que un ejército de contención intentaba retrasar la llegada de los mongoles, el resto de hombre, las mujeres, los niños, y hasta los monjes, se dedicaron a decorar la Muralla. Al mediodía de la tercera jornada, los rastreadores enemigos divisaron la fortaleza, que lucía un telón confeccionado con todo tipo de prendas: kimonos, sábanas, cortinas, y hasta un par de banderas podían distinguirse.
Tras comprobar que las tropas que defendían la fortaleza eran escasas en número, el Intendente mongol ordenó el ataque de la caballería. Las flechas chinas apenas causaban bajas entre los jinetes, gracias a la velocidad y agilidad de sus pequeños caballos. Pronto pudieron observar la inmensidad de la muralla... Era la hora de alzar el telón: Al sonido del gong, una riada de aldeanos se acercó con presteza a las almenas y alzaron aquel improvisado envoltorio, dejando desnuda la pared exterior de la muralla, que se hallaba decorada con un tono oscuro, una especie de azulón, con una pizca de tonos pardos y verdosos.
Aunque parezca obra del maligno, la visión de aquel mural provocó en los caballos una gran fatiga, y su galopar se volvió trote. Los jinetes empezaron a derramar lágrimas, cual sargento de cocina pelando cebollas, y algunos de ellos sintieron la necesidad de darse la vuelta. Otros se bajaron y rindieron, y muchos más cayeron acribillados bajo las flechas de los arqueros chinos. En unos minutos el terrible ejército mongol había quedado aplastado y se batía en retirada. Frente a la muralla, junto a los muertos, decenas de soldados aullaban en su inesperada locura.
¿Qué extraña causa había causado la depresión de hombres y animales? Wo había aprendido en su juventud las artes de la cromoterapia, es decir, la habilidad de curar según la influencia que los colores ejercen sobre las personas. Así, conocía que los colores cálidos generan vigor, levanta el ánimo y renuevan la energía interna. Sin embargo, los fríos apaciguan el ser, buscan la paz dentro de nuestro cuerpo. Haciendo experimentos su maestro encontró un color tan desconcertante que le provoco la depresión y la locura, lo que le hizo abandonar las artes. Sólo tuvo que recordar dicha mixtura y aplicarla en un lugar bien visible... ¡y qué mejor que la misma muralla!
Aunque la victoria facilitó el armisticio, aún quedaba el problema de eliminar la pintura de las murallas. La mera fuerza de las lluvias no lo conseguirían, así que tuvieron que trabajar durante las noches, cuando la sensación del color disminuye, y aún así, muchos obreros necesitaron de tratamiento médico. La zona se cercó para que no quedara afectado viajante alguno, mas los animales del lugar no pudieron evitar quedar damnificados. Cuentan que una vez vieron un pájaro ladrar y rascarse como un chucho, mientras dos pandas bailaban al son de la música que ejecutaban varias serpientes. Por un tiempo, se conoció aquel paraje como la vereda de los locos, pero esa..., esa es otra historia.
2002-11-08 13:04 | 6 Comentarios | Imprimir
Capítulo III: El barón y el monstruo.
Aunque he visitado gran cantidad de países y planetas, nunca he estado en Escocia, pues su humedad y ese brebaje que llaman whisky acabarían conmigo. Además, como reza el buen dicho, no son de mi admiración los pueblos bárbaros que nunca fueron romanizados. Sin embargo, sí que he visto al famoso monstruo del Lago Ness cuando moraba en el mediterráneo; pues esa era su morada hasta que el Conde Raviolli decidió invitarme a su residencia de verano en la Toscana con la intención de que le enseñara los juegos de cartas que por entonces despuntaban en los salones del resto de Europa.
El conde es un jugador nefasto, pero de vez en cuando debo dejarme ganar para que no se enfade y siga hospedándome en su palacete. El sopor de las cartas me venía recompensado posteriormente con deliciosas viandas del lugar, como los quesos y jamones; pero sobre todo, con la jornada de pesca, donde más disfrutaba yo. Y era ahí donde el conde intentaba siempre darme la revancha sabedor que yo soy de secano más que de ultramar, y que soy diestro con la pólvora, pero lerdo con el sedal.
En jornada festiva, cuando la plebe no trabaja y deja los mares libres a quienes practicamos el noble arte como deporte y no como sustento, abordamos la embarcación de recreo del Conde y nos adentramos en el plácido Mare Nostrum. Como el sol despuntaba y prometía un caluroso día, me despojé de mi guerrera con cuidado de que el noble no diera cuenta de un paquete que escondía bajo la misma y que me iba a reportar la victoria también en el mundo de Poseidón.
Dispusimos las cañas, mas yo con mucha parsimonia esperaba el momento de que mi rival se diera la vuelta para cambiar el cebo por el contenido de mi misterioso paquete. Una vez conseguido, lo lancé con tanta fuerza, que a poco me quedo sin sedal, y no había afianzado la caña en la embarcación cuando un fuerte tirón me daba la señal de que una criatura marina había degustado mi señuelo. Aquel ser tiraba con tal vigor, que no sólo necesité la ayuda del Conde y la de sus criados, sino que hubieron de ayudarme hasta un total de siete embarcaciones que, como nosotros, disfrutaban de la jornada festiva.
Con maña conseguimos arrastrar la presa a tierra, ante la sorpresa de todo el muelle: Una especie de elefante de alto como la catedral de Colonia, sin trompa, con un cuello y una cola donde podían caber una fragata en cada uno, y del color de los acantilados de Normandía. Aquel ser se detuvo y me miró fijamente, al tiempo que todos los asistentes partimos a correr, incluso yo, que necesité de los servicios de mi Lituano, ya que nada amistoso se prestaba el monstruo. Mas con la prisa no advertí que continuaba con la caña a cuestas con sus morros prendidos.
La persecución nos llevó por toda la península italiana, de norte a sur. Recorrimos el Lazio, la Campania y llegamos a la mismísima punta de Calabria, donde urdí mi plan: Con un par de vueltas al faro del puerto de Reggio el sedal quedó enlazado, y con la velocidad que mi lituano me estaba imprimiendo, puse rumbo hacia el este, mas cuando llegué a Crotone, corté el estirado sedal con la daga de oro y brillantes que mi buen amigo el embajador de los turcos me había regalado. Al destensar la caña se produjo un curioso terremoto, desplazándose toda la Calabria de este a oeste, y gracias a su forma de bota, le propinó un puntapié al monstruo que acabó en tierras escocesas, no sin antes rebotar en la mismísima Luna y provocar un hermoso cráter que desde la tierra se puede divisar las noches de cuarto creciente.
Mi gesta fue muy comentada y aplaudida en toda la región, incluso me nombraron hijo predilecto de la pequeña ciudad donde residía el conde, cuya llave de oro tuve que empeñar para pagar los desperfectos que provoqué en el faro de Reggio. Ya en casa, Raviolli me preguntó por el misterioso cebo que había puesto en la caña y que tan voluminosa presa había pescado, mas ya sabéis que a nadie revelo mis argucias. Sólo puedo decir que cuando alguien va de picnic a Escocia y trae jamón de la Toscana, al día siguiente corren rumores de gentes que han visto un terrible monstruo en el lago Ness.
2002-10-31 11:46 | 9 Comentarios | Imprimir
Capítulo II: filípicas filipínicas
Dura es la vida de un Barón tan ocupado como yo y, como todo guerrero, necesito de los pequeños placeres que la vida nos brinda como recompensa. Por ello, todos los veranos hago un pequeño receso de tres meses para visitar a mi viejo amigo Mikis Agripides, un pescador griego que tiene una pequeña granja en Kalymnos - una preciosa islita del Dodecaneso. Sin embargo, en mi última visita, Agripides no me recibió con la alegría de las gentes del mediterráneo. Todo lo contrario, me daba la bienvenida con un rostro triste y ajado, demacrado por las noches en vela.
-Oh, Barón, mal momento el de tu llegada. Mis animales están enfermos y no puedo recibirle como merece vuecencia.
Aquella noticia arruinaba mis planes de disfrutar de la buena cocina del lugar. Así que, nada más dejar mi equipaje en mi alcoba, me dispuse a visitar a las bestezuelas con el ánimo de comprobar si el griego decía la verdad o simplemente me estaba racaneando las piezas. Y nada más entrar en la granja me quedé asombrado, pues los pobres animales estaban completos por fuera, pero adolecían de auténticas oquedades en su interior: Un pollo iba sin un ala, a otro le faltaban las asaduras; un gorrino cojeaba con ostensibles marcas de faltarle un jamón, y a otro le caía la piel donde debía estar su rico lomo.
No había visto nada igual. No era peste, ni fiebre, ni lengua azul. No parecía infección de ser microscópico alguno, más bien se asemejaba a la maldición de un brujo. ¿Cómo podrían haber robado los cuartos a un animal sin cicatriz ni anestesia alguna? Eso me recordó una máxima que enseñé una vez a mi amigo y aprendiz de detective Sherlock Holmes, que decía algo así como "cuanto más extraño y disparatado sea el delito, más fácil es encontrar al culpable". Así que tras unas breves indagaciones ya había encontrado al culpable. Sólo me hacía falta tenderle una trampa para pillarlo in fraganti.
Insté a mi desdichado anfitrión a organizar una cena en honor a mi llegada con los tullidos pollos que allí quedaban. Yo mismo me ofrecí a cocinarlos al estilo de Verona, uno de mis múltiples y aclamados platos. En la lista de invitados que también le confeccioné estaban el capellán, el alguacil, el barbero, la señora Paopoulos - ¡qué dama! -, el capitán Roumiere - de paso por estas costas -, y el médico de la isla, que se hacía acompañar de un afamado curandero filipino que se jactaba de hacerle la competencia al matasanos operando a los pacientes con las manos según los dictados de Dios.
Reunida la mesa en agradable tertulia, me dispuse a retirar los entremeses para servir el manjar. En el interludio me dediqué a explicar que el pollo al estilo de Verona se cocina entero, sin quitar cabeza ni pluma alguna, según una vieja receta trasmitida en secreto de padres a hijos desde los tiempos de Vespasiano; y que me fue donada como pago por liberar la ciudad de unos desalmados saqueadores. Este plato ha de comerse para su disfrute con las manos, sin cubierto alguno, por lo que todos los allí reunidos se dispusieron, servilleta sobre papada, a asir el ave con los dedos cuando sucedió algo desconcertante.
Por arte de birlibirloque, el menguado pollo que le había tocado al filipino había recuperado el ala y la pechuga perdidos, despertó de su aparente defunción y saltó como un poseso, cacareando por toda la mesa. Los rostros de los allí congregados se blanquearon, a excepción del curandero, que quedó rojo de vergüenza ante la evidencia. A la par que el alguacil lo esposaba para llevárselo al calabozo, fui dando detalles de toda mi operación de captura. Los pollos no estaban cocinados, sino hipnotizados por mí - otra de mis habilidades que algún día contaré -. Al contacto con las milagrosas extremidades del asiático, el animal había recuperado la salud y vuelto a la actividad.
Al segundo día de pan y agua, el curandero confesó haber entrado en la granja de mi amigo Mikis y haber extraído partes de las bestezuelas con su milagrosa cirugía manual. Si bien su gula le instaba a robar lo más sabroso de sus víctimas, en su descargo pesaba que sólo sisó para satisfacer la gusa; y estaba dispuesto a pagar con sus servicios el perjuicio realizado. Como su desdicha me conmovió y sus habilidades me inquietaron, intercedí por él ante el alguacil, y me lo llevé en una barca a la península, donde los turcos habían desembarcado y desplegado un campamento. A escondidas, el filipino usó sus artes para entrar sin desgarro alguno en la tienda de Intendencia, construida con piel de oveja, y robar los planos de la invasión que tenían planeada sin que nadie se apercibiera de ello... pero eso es otra historia.
2002-10-22 15:56 | 4 Comentarios | Imprimir
Capítulo I: Homeopatía perforante.
Las mejores cacerías que haya presenciado jamás tienen el toque y la distinción del visir de Siria: Manda traer de todos los rincones del mundo las piezas más codiciadas: zorros de las islas, leones de África, pumas de América Central, y tigres de La India. Y yo tengo el orgullo y placer de contar entre sus más preciados oteadores. Mi agudeza nasal y mis años en galeras me hacen discernir claramente tonos olfativos que van desde el polen de orquídea hasta la boñiga de vaca. Soy capaz de calcular la distancia y ocupación de las bestias en cualquier momento del día, estando situado incluso a sotavento.
Para celebrar los fastos del cincuenta cumpleaños del Califa Omar se propuso un armisticio que los europeos vieron de muy buen grado. Los turcos habían llegado a los márgenes del Danubio, y la tregua serviría para retirar cadáveres, disminuir la disentería entre la tropa, y hacer acopio de víveres y munición. En un acto de magnanimidad, la más alta nobleza europea fue invitada a la gran montería del visir que, no podía ser de otra forma, iba a deslumbrarnos con nuevas desafiantes piezas: Un mamut de Siberia, uros de la meseta central europea, y dos dragones de la misma china. Al toque del clarín, la batida comenzó la búsqueda con un servidor al frente.
Sabedor yo que todos estarían atentos a mis movimientos, partí como una bala en dirección a un extenso prado donde es imposible hallar bestezuela alguna, y cuando tenía a todos jadeantes tras mi estela, di orden a mi lituano a galopar como sólo él sabe hacerlo para, en un astuto quiebro, despistar a toda la caballería. Fui a parar a un negro bosque que daba a salir a una escarpada meseta donde, seguro, estaba uno de los dragones, pues mi pituitaria olía a pez y hollín. Tan cerca estaba que me escondí tras unos matorrales y, con mi mechero, quemé un poco de petróleo para atraer a la bestia, del mismo modo que el pachulí embriaga a los humanos.
Pero cómo quiere que el envidioso duque de Czestochowa, cuya astucia tuve a mal subestimar, había conseguido seguir a duras penas mi rastro. Y como vio salir humo de donde me encontraba, y nunca ha sido capaz de distinguir siquiera la mojama de la miel - o bien lo hizo a conciencia -, me lanzó una perdigonada que por poco acaba con mi vida. Una miríada de agujeros surtieron de mi azulada sangre a las hormiguitas, margaritas y rocas que abajo se encontraban. Suerte que con el petate de lino que siempre llevo conmigo pude taponar momentáneamente las heridas y así evitar el derrame de tan preciado y noble caldo.
Debióse escuchar harto lejos mis gritos, pues enseguida se presentó mi amigo el visir con toda su intendencia. Y debióse verme grave la herida que hizo llamar al correo para avisar al médico de palacio. Mas no hubo necesidad, pues con él cabalgaba el doctor Hahnemman, un afamado médico de la alta sajonia muy bien visto en palacio por su revolucionaria técnica conocida como homeopatía. Nada más verme, y ante mi sorpresa, no sacó vendaje, ni alcohol ni botiquín alguno. Simplemente me dio unas perlitas azucaradas muy ricas, que tomé sin rechistar creyendo que me estaba suministrando cianuro para morir sin sufrir demasiado.
-Estas grageas curan por similitud - fanfarroneaba el matasanos con las manos asidas en el chaleco -. Curo las urticarias con veneno y la astenia con dormidera, pero la uso en dosis tan ínfimas que el propio agua debe memorizar lo que aporto. Le he dado una solución infinitesimal de gruyere, que es como le ha dejado las vísceras la perdigonada. Verá como en unos momentos desaparecerá la criba que tiene como abdomen.
Ante la atónita mirada de todos, hasta la del conde tuerto de Le Mans, vimos como los estigmas menguaron y desaparecieron sin dejar cicatriz en mi bella barriga. que lucía un portentoso e inusual lustre. Es más, mi ombligo también se esfumó, tornándoseme un aspecto peculiar y coqueto. Mientras todos aplaudían al vanidoso galeno, mis tripas comenzaron a entonar una melodía que anunciaba tormenta. Un hilo de frío sudor recorría mi sien evidenciando que una descomposición de estómago estaba pegando a las puertas de mi esfínter. Era hora de desaparecer otra vez bajo el matorral.
-Olvidé decirle que las pastillas tenían un doble efecto. Provienen de una fórmula que un despistado farmacéutico me hizo para el estreñimiento, y que dejó en contacto con el queso de su almuerzo, de modo que la gragea recordó tan aromático sabor.
Cuál fue mi sorpresa cuando, tras disponerme para el temporal de tripas, ni aire salió de mis posaderas. Ya sospechaba yo que mi ano se había sellado cuando recordé lo que pasó con mi ombligo, y raudo y veloz fui a poner mis falanges sobre el ya desaparecido agujero. Había sufrido una sobredosis de homeopatía, y mis intestinos se llenaban a razón de dos dedos por minutos. De mis alaridos se alertaron todos, y ni uno sólo de los asistentes dejó de quedarse atónito ante la visión de un culo plano, que de hasta la rabadilla se había despojado, viéndoseme forma de huevo en vez de la habitual amelocotonada.
La situación era tan crítica que el doctor Hahnemman, amarillo de pánico, abrió su maletín en busca de alguna golosina perforadora; mas yo, verde de retortijones, le quité al abanderado del visir la insignia y con la punta de la lanza perforé aproximadamente donde antes se ubicaba mi esfínter. De la escatológica purga evitaré detalles, pero sí he de comentar que, como no hice el agujero en el centro exacto, tengo el punto de mira desviado, para mofa y befa de las bellas damas que en mi alcoba aligero de ropa.
Una vez expirada la tregua, los turcos reanudaron las hostilidades con tal virulencia, que todos temíamos ver la media luna ondeando en Notre Dame. Tan crítica era la situación que el alto consejo militar me llamó a consulta, pues conocían de mis cualidades para la estrategia. Tras dos días de larga meditación frente a los mapas, tuve necesidad de ir al baño. Fue entonces cuando recordé el origen de mis torcidas posaderas y mandé traer con urgencia al doctor Hahnemman. La táctica era envenenar sus pozos con un cargamento de esas mortíferas pastillas. Al caer la noche, y armados con una simple cerbatana, un grupo de voluntarios desde los árboles próximos depositaron con facilidad las perlitas en sus acuíferos.
A la mañana siguiente ordené una carga con los pocos efectivos disponibles. Al vigía turco, que se había lavado la cara al amanecer, se le taponaron boca y ojos, con lo que no pudo alertar a la tropa que, mientras tanto, luchaba por no reventar como un globo. En unas horas nuestras líneas avanzaron una milla, y el propio Califa tuvo que ordenar retirada. Tal fue el recuerdo que el agua tuvo de estos productos que durante un mes entero hubieron los aldeanos de sumergir todo tipo de sustancias y objetos en las fuentes y abrevaderos a fin de que el líquido elemento los olvidara; mas mi hazaña quedó perpetuada con la laureada de oro y diamantes que me fue otorgada.
2002-10-10 12:06 | 3 Comentarios | Imprimir
Prólogo
Karl Hieronymos von Münchhausen, conocido charlatán de la Alemania del siglo XVIII, ha pasado a la historia por sus exageradas aventuras. Gracias a la obra plasmada en papel por Raspe y Bürger, y a la libre versión cinematográfica dirigida por Terry Gilliam, tenemos una visión aproximada de sus fanfarronadas frente a los turcos y sus imposibles viajes a la luna.
Me pregunto qué sería de Karl en un mundo como éste, con tanto caradura haciéndole la competencia en todo tipo de medios. También pienso cómo disfrutaría contando sus bulos vía satélite a todo el mundo. Podría salir en las revistas del corazón, en magazines de sobremesa, o en talk shows de noche. Se venderían sus libros con recetas milagrosas transmitidas por los mejores médicos del mundo mundial y le pagarían millones por asistir a inauguraciones de discotecas de moda.
Si la curiosa Alicia fue al País de las Maravilas, y la pequeña Dorothy a la nación de Oz, en este viaje Karl, el Barón de Münchhausen, se desplazará a un lugar lleno de gente tan mentirosa, que sus chismes parecerán verdad. Durante su estancia conocerá a videntes, curanderos, sanadores, verá milagros, monstruos mitológicos, y un sinfín de disparates magufos. Espero que el lector pase un rato agradable y siga las tribulaciones de este parlanchín en un mundo de los farsantes.
2002-10-09 12:08 | 6 Comentarios | Imprimir
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